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La Muerte de Remedios Olaran

Ainhoa Unzurrunzaga Díaz, médico internista del Hospital de Santa Marina
9 de abril de 2024 por
Iñigo Arinduz

Remedios Olaran fue trasladada desde el Hospital de Basurto al de Santa Marina un

jueves de mayo del 2017 por la tarde. Según el informe de derivación, Remedios padecía una miocardiopatía dilatada de origen isquémico y después de haber pasado 2 semanas en dicho hospital por un episodio de insuficiencia cardiaca y encontrándose, al parecer, estable la remitían para una convalecencia antes de retornar definitivamente a su domicilio.

Hace ya unos cuantos años que tuvo su primer infarto y le contaron, que las paredes desu corazón habían muerto y no eran capaces de bombear la sangre a su organismo como Dios manda. De tal forma que pequeños incrementos de exigencia al mismo, podían desembocar en lo que vulgarmente se conoce como un encharcamiento de pulmones y técnicamente como un episodio de insuficiencia cardiaca. Los pulmones se llenarían de agua, el aire no encontraría manera de atravesarla y comenzaría la fatiga y el fin. Le pautaron un coctel de pastillas, le prohibieron el café, la sal y todo aquello que hacía de las comidas apetecibles: los aderezos con chorizo, jamón y tocino. Ese día la mataron un poquito. Contaba con 79 años. Pero cumplió y se cuidó porque tenía buenos motivos para hacerlo, un compañero de viaje al que quería, un par de amigas, una gata y una vida en la que, aunque empezaban a faltar ingredientes, aun merecía la pena ser vivida.

Durante 2-3 años se mantuvo alejada de los hospitales, pero coincidiendo con la muerte de Félix, su corazón se murió un poquito más y de vez en cuando, cada vez con más frecuencia, sus pulmones se llenan de agua, comienza con dificultad para respirar y aquello parece el fin.

Pero Remedios ya casi se ha acostumbrado a no morir, o a no hacerlo del todo. Después de unos días de ingreso en los que le prescriben oxígeno y diuréticos para forzar la eliminación de ese agua que ocupa sus viejos pulmones, mejora un poco, pero no del todo y vuelve a su pisito en el barrio bilbaíno de Santutxu, con su gata y su nuera, con más dificultad para respirar, para caminar, para vestirse y para aguantarse el pis. Los ingresos le pasan factura.

Y vuelta a empezar. A empezar unas rutinas que últimamente solo satisfacen sus

necesidades más básicas, comer, beber, dormir… porque su alma se ha ido marchitando.

La mayoría de las personas con las que compartía su tiempo y vida, con las que reía,

lloraba y discutía ya no están. Félix, su hermano Elías, Bittori y las hermanas de ésta.

Mucho antes murieron su padre y su madre. Nuria, su nuera, no cuenta. Con ella no

comparte ni tiempo ni vida, solo unos cuantos metros cuadrados. Todos se fueron

marchando y con cada uno de ellos también se fueron marchando sus ganas de vivir.

Cuánto los echa de menos.

Tampoco lee ya. Antes leía, nada demasiado difícil: novelas de suspense, ficción, Agatha,

Lovecraft, Simenon…Le gustaba la lectura y sobre todo comentar lo que leía con Félix,

al que también le encantaba leer. Pero su vista también se ha agotado y, sinceramente,

tampoco ya le apetece leer nada. De tanto en cuando, aún escucha radio Nervión, pero los programas, que antes esperaba con ganas, ahora terminan aburriéndole casi siempre.

También dejó de caminar. O para ser más precisos, dejó de pasear. No tanto porque sus piernas no le respondan, sino porque a nada que da unos pasos comienza a respirar con dificultad. La última vez que salió a la calle fue en el mes de marzo, lo recuerda porque tuvo que ir a arreglar unas cuentas al banco. Hasta hace no demasiados años, Félix, su hermano Elías y ella, seguían yendo al monte. Desde muy jóvenes se habían aficionado a subir cumbres y aquello se había convertido en una especie de religión. Durante la semana, habitualmente Elías solía preparar las salidas al monte. Normalmente solían ser salidas de día entero, pero en alguna ocasión cuando el monte estaba algo alejado de Bilbao también pernoctaban fuera. Casi todos los años pasaban una semana en Pirineos y las dos veces que habían salido del país, lo habían hecho para ir a los Alpes. Cuantos buenos recuerdos le trae el monte. Antes de su jubilación a Elías le diagnosticaron un problema de rodilla, por lo que dejaron de hacer las grandes cumbres de otros tiempos y readaptaron la afición a esta nueva circunstancia, y a los achaques que todos ellos iban acumulando, pero siguieron con aquella tradición y todos los fines de semana casi sin excepción salían a dar un paseo por el monte con sus bocadillos. Con frecuencia se les unía también Bittori. A veces subían desde Bilbao, desde el barrio de Rekalde al monte Arraiz, otras cogían hacia Artxanda o Bolintxu. En ocasiones bajaban a la estación de

Atxuri y cogían el tren para acercarse a algún otro pueblo de Bizkaia y descubrir algún

nuevo paseo. Pero todo eso ya es parte de un pasado que se le hace muy lejano. Un pasado que ya solo ella recuerda y que desaparecerá en cuanto ella muera. Ya no sueña, con nada. En pocos años sus renuncias han sido muchas, demasiadas, y su vida le cuesta.

Tiene la sensación de que ya todo lo ha hecho y de que nada le queda por hacer. O casi nada. Si hay algo con lo que aún disfruta un poquito es con sus plantas. Ahora ya no tiene tantas, pero aún conserva un par de docenas entre la ventana de la cocina y el balcón de la salita de estar. Unos cuantos geranios, un par de dientes de gato y un par de sansevierias. Le gusta regarlas, sobre todo en las tardes de verano, a veces las lleva a la ducha y las riega allí, con la cebolla, y piensa que les debe gustar, y experimenta una extraña satisfacción, aunque no sabe si será bueno andar moviéndolas de un lado para otro. Le gusta escarbar la tierra de la superficie con un tenedor y retirar las hojas secas y las flores marchitas.

Rara vez las abona, hace tiempo que se terminó el sustrato para enriquecer la tierra y

siempre olvida encargárselo a Nuria. Antes quitaba las malas hierbas, el trébol y la hierba de San Juan que, de modo casi milagroso, germinan en sus macetas. Ahora las deja estar, ya no le estorban… ¿Que será de ellas cuando se muera? Nuria no las cuidará. Quizás llegado el momento se las regale a Carmen, la del 5º izqda., que comparte con ella esa afición y luce sin ninguna duda las ventanas más verdes de toda la comunidad. Sí, eso hará.

A veces se puede pasar horas enteras mirando por la ventana, así, sin hacer nada. Debajo de su casa hay un pequeño parque, uno muy pequeño, y le gusta observar a la gente. Inicialmente se proyectó uno grande, uno que ocupase todo el solar, con grandes árboles, senderos y hasta una fuente que iba a diseñar un arquitecto local, pero el ayuntamiento vendió el terreno a una constructora para edificar más casas. Mucha gente del barrio se movilizó contra aquello, también Félix y ella. Finalmente, y tras muchas manifestaciones accedieron a hacer un pequeño parque, sin senderos, sin fuentes y sin grandes árboles…del que, en todo caso, sacaron buen provecho.

Algunos parlotean mientras dan vueltas, otros lo hacen sentados en los bancos. Un perro vaga sin rumbo. Una vieja lee el periódico a la sombra de un castaño de indias. Una madre grita a un niño. Hasta hace bien poquito ella también estaba en ese lado, en el de los vivos, piensa. Ahora está en este.

Su médica le ha recetado Escitalopram. Bittori que lo tomaba también, la llamaba la

pastilla de la felicidad. Pero ha decidido no tomársela, un pequeño acto de rebeldía, nunca ha tenido otro. Lo cierto es que no desea sonreír ya. La parte en cachitos pequeños y cada mañana le da una pequeña dosis con el desayuno a Morin, a ver si la anima a ella, que desde que murió Félix también anda triste.

La gata, Morin, se la regaló la vecina hacía cuatro primaveras, ya mayorcita, cuando Félix vivía aún. Y fue precisamente él quien le puso Morin, o mejor dicho Maureen, por

Maureen O’hara, una actriz de cine de la época de John Wayne que le encantaba. A su

nuera la ha acogido porque no tiene donde caerse muerta. Trabaja limpiando un par de

casas, pero con eso solo tiene para tabaco o eso dice ella. ¿Y su hijo? A ése hace tiempo que no lo ve. No lo echa de menos. Le han dicho que está en Asturias, trabajando, pero le cuesta creerlo. Nunca ha trabajado. Siempre ha vivido del cuento y para que vamos a negarlo, se ha aprovechado de todo aquel que le ha tendido una mano. La última vez que lo vio fue por Navidad, alrededor de una mesa triste y venida a menos. Ya no estaba Félix ni su tradicional brindis, ni Elías su hermano, ni sus pimientos rellenos de bacalao ni su famosa intxaursalsa. Ni partida de mus ni nada por lo que mereciese la pena reunirse y celebrar, pero Nuria insistió, y finalmente, se reunieron ellos tres. Su hijo, Nuria y ella.

No fue una buena idea. Su hijo marchó nada más cenar, de vinos, ella y Nuria empezaron a ver el programa especial de Navidad. Pero pronto se aburrió de tanto folclore y alegría, la de los demás y se fue a acostar. De eso hace ya más de 5 meses.

A veces piensa en la muerte, en la de verdad, en desaparecer del todo. Antes le aterraba, pero ahora el cansancio y el aburrimiento son superiores a ese miedo. Sabe que no tardará en llegar, no le queda mucho. Piensa en cómo será. Desearía morir en su cama, lejos del hospital, con Morin arrullada a sus pies y la foto con Félix y Elías en la cumbre del Gorbea encima de la mesilla de noche. Nada más. Nadie más. Incluso fantasea con hacerlo escuchando una canción de Víctor Jara. Nunca se ha atrevido a hablar de estos pensamientos con nadie, ni con Amaia su médica de cabecera, ni por su puesto con Nuria.

Nunca nadie se lo ha preguntado. Si pudiese elegir, elegiría no volver a ir al hospital

nunca más. Elegiría ser tratada en su casa. Dicen que ahora se puede, pero ¿puede ella

decidir algo así? No lo cree. Seguro que en cuanto comience con algo de dificultad para respirar, lo que habitualmente le pasa por la noche, la volverán a mandar para urgencias y ella aceptará como ha hecho siempre.

Esta vez fueron casi dos semanas en el hospital de Basurto. Llegó muy justa, casi se

muere, le dijeron…ojalá se hubiese muerto ya. Ojalá la hubiesen dejado en casa, con

Morin. El médico que la vio en su domicilio la noche del dos de mayo ni siquiera

mencionó dicha posibilidad, en cuanto la valoró llamo a una ambulancia y se la llevaron

volando al hospital. La urgencia hostil. Esa luz cegadora. La sonda urinaria, los

pinchazos, los traslados a la salita de radiología. La gente. La soledad, la incertidumbre.

Diferentes profesionales pasan a verla, como siempre, no los conoce, alguno se presenta, pero no es capaz de retener su nombre. No le prestan mucha atención, tiene la sensación de ser una entre muchos, alguien que no despierta demasiado interés, alguien que no importa. A su llegada le ha parecido que un joven se ha referido a ella como la vieja del box 4. ¿Habrá oído bien? No es que se considere joven, pero es mucho más que una vieja, ella es Remedios Olaran. Ojalá pudiese decirle cuatro cosas bien dichas a ese chaval, pero ahora no tiene fuerzas.

Han sido dos semanas largas en planta. No ha recibido visitas. Tampoco las ha esperado.

El tiempo se le ha hecho eterno. Una hora antes del traslado le han comunicado que se

marcha, a recuperarse claro, a Santa Marina, al monte, al antiguo hospital de tuberculosos, así, de repente… y ella que creía que se marchaba para casa, qué tristeza, qué cansancio, aunque lo cierto es que sigue teniendo dificultad para respirar en reposo… no se han dado mucha prisa en comunicárselo, así no tendrá tiempo para oponer resistencia. No tiene buenas referencias de ese sitio. Allí murieron su marido y su amiga Bittori. Pero eso a quién le importa. Lo peor ya ha pasado, le dice amablemente una enfermera cuando se despide de ella. ¿Verdaderamente ha pasado lo peor? ¿acaso sabe ella que es lo peor?

¿Lo peor para ella? ya no hay esperanza. Llueve a jarros, al conductor de la ambulancia

le han debido regalar el carné, piensa…

La vi por primera vez el viernes a la mañana. La ingresaron en la tercera planta, en la 307, por lo que le tocó compartir habitación con otras 3 personas. Las habitaciones de la tercera son amplias y todas las que dan al sur tienen grandes ventanales. Dicen que nuestro hospital fue hecho a imagen y semejanza de uno finlandés. A mí me parece bastante vulgar y falto de gracia, pero hay que reconocer que estos ventanales son fantásticos.

Cuando llegué, la habitación estaba abarrotada de gente, ella estaba sola. Hice salir a los acompañantes y cerré la puerta. Por fin algo de silencio. El sol se filtraba entre las nubes y las persianas e inundaba la habitación de luz. Avancé hacia el ventanal. Siempre el mismo paisaje relajante. En primera línea un bosque de alerces y al fondo los montes. Alguien a mis espaldas tosía. No era ella. Eran más de las 10:00, las bandejas de los desayunos no habían sido retiradas aún. Tenía un día complicado por delante, los viernes siempre lo son.

¡Egunon Remedios, buenos días! Cuando me presenté, apenas me miró. Así, en la cama

parecía pequeña, algo obesa quizás. Su pelo era blanco, más bien corto, despeinado, casi bonito. Sus ojos rasgados y llenos de legañas secas. Su piel gruesa, sus uñas descuidadas. Conservaba aun varios dientes, pero aquello que más llamaba la atención eran los pelillos que coronaban su barbilla. Como todos los pacientes vestía un camisón azul que, en aquel momento, quizás acababa de desayunar, estaba lleno de mermelada naranja y otras manchas marrones.

Según el informe de derivación se trataba de una convalecencia. Me senté a su lado y le di la mano, mientras la interrogaba, estaba fría, húmeda. Le sonreí y por un momento me pareció obtener otra sonrisa, pero pronto se borró, desvió la mirada hacia un punto perdido en la ventana y su cara volvió a adquirir un semblante distante y perdido. No pude obtener mucha información verbal de la paciente que solo abrió la boca para responder a mi saludo y para asentir o negar con monosílabos ante las preguntas que le formulé. Según la exploración física presentaba aún datos de una descompensación aguda de su cardiopatía.

La frecuencia respiratoria y cardíaca estaban algo elevadas, la presión de oxígeno en

sangre no ascendía de 88 % y sus piernas mostraban edemas discretos hasta las rodillas.

Indiqué a la enfermera la administración de más diurético, ajusté el tratamiento cara al fin de semana y seguí con la visita de los demás pacientes. Hacia el mediodía, antes de

tomarme mi café, llame al único teléfono que constaba en la ficha de Remedios. Con

intención de averiguar y de informar. Comunicaba. Lo dejé para más tarde. Antes de salir, hacia las 14:30 volví a intentarlo sin éxito. Pregunté a la enfermera por las constantes vitales de la paciente. Estaban mejor. Eran las 15:00. Corrí a coger el autobús. A esa hora va abarrotado. El cielo volvía a estar nublado y lloviznaba. No encontré sitio para sentarme. Arranco. Me apoyé en una ventana. Tenía mucha hambre. Por fin, fin de semana. Debí haber pasado a ver a la paciente para asegurarme de que efectivamente estaba mejor. Claro, que hubiera perdido el bus y no hubiera llegado a tiempo para recoger a Laia y Aritz del cole. Finalmente, tampoco había conseguido hablar con nadie de su entorno. El lunes le dedicaría más tiempo.

El lunes, llegué temprano al hospital. Seguía lloviendo. Las enfermeras estaban con el

cambio de turno. Mientras encendía el ordenador se me acercó Itziar, una de las veteranas,salía del turno de noche. “La 307.2 ha pasado mala noche, hemos tenido que llamar al médico de guardia hace un par de horas y, por cierto, no ha venido nadie a verla durante el fin de semana”

. Itziar es una gran enfermera.

La habitación estaba a oscuras y el ambiente después de toda la noche estaba cargado.

Encendí la luz de la entrada. Además de las cuatro pacientes dormía en la habitación el

familiar de la 307.3. Salió al percibirme. Me acerqué a su cama. Permanecía con los ojos

entreabiertos y respiraba con dificultad, había empeorado. El tratamiento pautado el

viernes había sido insuficiente. También el pautado por el médico de guardia. Me acerqué a ella, le di la mano y la llame suavemente por su nombre. Oía y veía su respiración, fuerte, rítmica, extenuante. Nos miramos. Le dije que enseguida estaría mejor. Nocontestó y apartó la mirada. Busqué a una de las enfermeras del turno de mañana y pedí que le administraran morfina. Antes de empezar con el resto de los pacientes urgía encontrar a la familia de Remedios. La situación era grave y no estaban al corriente.

Llamé al único teléfono del que disponía. Por fin daba llamada. Pero fue en vano. Tras

varios intentos desistí. Me puse el pijama, imprimí el listado de pacientes y bajé a por

café a la cafetería. Aún no había gente. Un café con leche templado para llevar y una

ensaimada. Mientras subía a la planta me sonó el móvil. La cobertura en el hospital es

penosa. Era Ángel, el canguro, Laia estaba con fiebre. Vaya. Ángel accedió a quedarse

hasta que volviéramos a casa. Nunca fallaba. Debía terminar a tiempo y salir para las tres. Dejé el desayuno en la mesa del despacho y acudí a la 307. No tarde más de quince minutos. Remedios respiraba tranquila. La morfina es maravillosa. Por fin un poco de aire.

Mientras me tomaba el café y leía las evoluciones que enfermería había realizado de mis pacientes, volví a llamar varias veces a aquel número. Nada. Llamé a Admisión y solicité que alguien buscase algún otro contacto telefónico y que me lo pasaran en cuanto lo tuvieran. Me puse a ver al resto, al menos otros dos pacientes de mi listado de nueve habían empeorado durante el fin de semana. A media mañana me llamaron de Admisión. No habían conseguido ningún otro teléfono. Comenté el caso a la asistente social, me dijo que se pondría en contacto con la asistente social de base y me diría algo en cuanto supiese. A última hora de la mañana pasé a verla. Estaba despierta y claramente mejor. Y así me lo reconoció cuando se lo pregunté con un movimiento afirmativo de cabeza. Intenté averiguar algo más sobre ella, sobre su familia, pero obtuve poca información. Le pregunté si había alguien a quien quisiese que llamara. Encogió los hombros y por fin,pronunció un par de frases completas. “Llame a quien quiera, pero ya no hay nadie”dijo lentamente mientras desviaba la mirada hacia la ventana. Había dejado de llover.

Aún pasaron dos días hasta que Nuria apareció. La reconocí. Solo podía ser ella. La

asistente social averiguó que Remedios vivía con su nuera. O más bien que era su nuera la que vivía con ella. Era una mujer delgada, menuda, morena, de pelo oscuro y largo que prácticamente le tapaba la mitad de la cara. Vestía ropa oscura y ajustada y llevaba unas botas de tacón que la hacían caminar algo encorvada. Apestaba a tabaco y su aspecto era descuidado. Se presentó. Me sonrió tímidamente y me contó uno detrás de otro todos los motivos por los que no había venido antes a visitar a su suegra. Varias enfermeras estaban indignadas ante el abandono de Remedios. Yo, la verdad, no sabía que pensar, desconocía la relación que Remedios tenía con Nuria y no me atreví a juzgarla. Tras hablar brevemente con ella me di cuenta de que ese entorno al que después de días yo quería informar de que el fin de Remedios podía estar próximo, simplemente no existía. Debía tener un hijo, capullo, a ese sí me atrevo a juzgarlo, aunque me equivoque, que trabajaba en Asturias y pasaba meses fuera de Bilbao. Nuria le llamó en mi presencia, se disculpó varias veces por molestarle, le disgustaba que le interrumpieran mientras comía, y finalmente me lo pasó. Informé al tipo sobre la situación de su madre. No recuerdo exactamente lo que me respondió, pero recuerdo su tono ajeno a lo que sucedía, despreocupado, improcedente. Creo que llegó incluso a hacer alguna broma. Me arrepentí en cuanto colgué de haber llamado a alguien que no era nadie. No volvería a llamarlo.

Nuria sonrió avergonzada. Tampoco volví a verla.

Durante los próximos días la situación de Remedios fue empeorando, el cuadro se habíahecho refractario a los diuréticos convencionales. Fue vista por los cardiólogos. Le hicieron un ecocardiograma. La prueba revelaba una disfunción severa del ventrículoizquierdo. Optimizaron el tratamiento. Las dosis de morfina eran crecientes y el alivio desu disnea solo parcial y transitorio.

Cada vez que entraba en la 307 me molestaba la soledad de Remedios. La silla del

acompañante siempre estaba vacía. Nadie la entretenía con las noticias de ese otro mundo exterior, ni con viejos recuerdos compartidos, ni sujetaba su mano, ni la tapaba cuando tenía frío. Se me ocurrió que quizás, se podría beneficiar del acompañamiento de Aurora, una religiosa que acompaña a enfermos creyentes y no creyentes solos u olvidados. Así que aquella mañana abordé el tema de su soledad y le pregunté si querría de vez en cuando, quizás, recibir la visita de Aurora. No indagué sobre sus creencias religiosas. No portaba a la Virgen de Begoña en ninguna cadena al cuello ni vi ninguna estampa en su mesilla. Se limitó a negar con la cabeza. Aprovechando que aquel día no tenía tanta tarea, que estaba descansada y con energía me quede un rato más con ella. La situación era grave y, francamente, tenía muchas dudas de que ha aquella anciana le quedase más de un puñado de días. Hay preguntas sencillas cuyas respuestas pueden incomodar a quien las hace y que por dicho motivo nunca llegan a ser formuladas ni contestadas. Por eso, nuestras visitas, muchas veces se limitan a indagar sobre síntomas físicos para los que siempre tenemos respuesta, pero ¿y que era de aquellas cuestiones más profundas, más sustanciales, más metafísicas? ¿quién era verdaderamente Remedios? ¿alguien le había informado previamente de que su situación era crítica y no le quedaba mucho? ¿querría ella saber algo así? ¿quería seguir con todos aquellos tratamientos e intentar prolongaralgo más su vida, le merecía la pena? ¿había algo que le preocupara? ¿le asustaba la

muerte? Poco sabía de aquella mujer. En su historia clínica no había ninguna referencia

a estas cuestiones. Mis visitas eran cortas y hasta el momento mis intentos de llegar más allá de los síes y noes con Remedios habían fracasado. Tampoco había insistido ni

dedicado el tiempo que se merecía. Aquella mañana estaba tranquila, sin aparente

dificultad respiratoria, acababan de administrarle una dosis de morfina. Un respiro. Le

pregunté por su profesión, una pregunta socorrida, fácil, sin gran componente emocional, a la que la mayor parte responde fácilmente y que me podía dar pie, quizás a ir acercándome algo más a ella. Me miró, respiró hondo y respondió: “Fui maestra en el colegio Viuda Epalza, en el barrio Castaños de Bilbao”. Por su firmeza me pareció

percibir cierto orgullo en aquella respuesta. Luego apartó la mirada y la fijó en algún

punto perdido de los montes que se veían fuera. Sonrió fugazmente y sin apartar la mirada de aquel paisaje, siguió hablando lentamente. “Allí conocí a mi marido y mi mejor amiga.

Fueron los mejores años de mi vida.” Cerró los ojos suavemente y respiró hondo. Volvió

a mirarme y siguió hablando.” ¿sabe doctora? He tenido una buena vida. Mi padre

falleció enfermo de tuberculosis en la cárcel de Larrinaga en el cincuenta y cinco. Estaba preso por sindicalista. Pero salvo por ese pasaje doloroso y triste de mi vida, he sido una mujer con bastante suerte”

. Que emocionante, pensé, menuda historia me había regalado.

De repente la imagen que me había montado de aquella mujer había adquirido color,

nitidez y fuerza. Remedios siguió hablando pausadamente, hasta que una de las

enfermeras me requirió en otra habitación de la planta. Durante esos breves minutos me habló de un marido querido, Félix, de la escuela, de sus amigas, de la antigua fábrica dechocolate que inundaba de olor todo el barrio y hasta de una vieja gata. No mencionó a ningún hijo.

Aquella tarde no pude evitar sentir cierta sensación de culpa. Culpa por no haber creado un espacio de comunicación con anterioridad, por no haber establecido una relación más humana y cercana. Por no haberle dedicado más tiempo a aquella mujer aparentemente olvidada por todos, con un pasado único, importante, el suyo, que tal vez, deseaba contar a alguien. Debía dedicarle mas tiempo.

Tengo frío. Moriré pronto. Creo que de esta no salgo. Mis necesidades de morfina son

crecientes y cada vez me atontan más. Hace un par de días que prácticamente no mojo el pañal. Aunque todo son suposiciones, claro. Nadie me ha hablado claramente sobre mi situación. Tampoco yo he preguntado. Si llego a mañana hablaré con la doctora y le diré que me cuente. Mi pobre Morin. Que será de ti. Ojalá estuvieras aquí conmigo y nos muriéramos las dos juntas. En cuanto yo muera, Aitor heredará la casa y probablemente se deshaga de ti y de Nuria. Y Nuria no te cuidará. Debería haberlo arreglado con María, la del primero B, creo que le encantan los gatos, acogió a un par de 7 vidas Bizkaia, o eso me contó la última vez que la vi. Ella se hubiera hecho cargo de ti. Ya estás viejita, no le hubieses dado mucha guerra. Pero ahora es tarde. Ojalá te tuviese a mis pies, tengo frío, siempre estas tan calentita, ojalá estuvieses hoy conmigo, no me sentiría tan sola. Es agradable el contacto con otro cuerpo vivo. Pero no estás. Ha oscurecido afuera, ya no alcanzo a ver los montes, pronto apagarán las luces. Estas luces fosforescentes que irritan, que pretenden estimular, despertar a los muertos, pero yo quiero dormirme ya y me molestan. Pronto las apagarán, espero. Hace frío y de nuevo me cuesta respirar. Los familiares de la señora de al lado no me quitan los ojos de encima. Si alguien pudiera correr la cortina. Pronto vendrá la enfermera con la morfina. Espero. Ojalá te tuviera conmigo. Ojalá estuviera contigo. En casa. Escucharíamos a Víctor Jara cantando PuertoMontt. Hace frío. Otra manta, por favor. Esto se termina Félix. Félix.

Remedios Olaran falleció de madrugada el 21 de mayo. En el pase de media noche la

enfermera le administró morfina y ya la vio muy mal. Se quedó un pequeño rato

acompañándola y en cuanto la morfina hizo efecto y Remedios quedó tranquila, siguió su ronda. Según una da las auxiliares del turno nocturno se la encontraron muerta en la ronda de las 4. El médico de guardia certificó la muerte a las 4.15 am. Llamaron al número de teléfono que constaba en su historia, pero nadie contestó. Les dije que no se preocuparan por ello y fui a ver a Remedios a la 307, seguía en la habitación. Las cortinas ocultaban su cuerpo muerto, no sé si con intención de preservar su intimidad o mas bien para no mostrar a sus tres compañeras de habitación y sus familiares que ellos, antes o después, también correrían la misma suerte. Su cuerpo, ya preparado por las auxiliares estaba cubierto por una sábana blanca que le tapaba también la cara. La destapé. Ya no portaba el oxígeno y le habían retirado las vías que tenía. No respiraba. Sus ojos rasgados habían dejado de ver. Sus parpados habían perdido ya tono, su pupila se había dilatado para siempre ante la noche oscura y una fina película cubría su conjuntiva. Los ojos de los muertos siempre me estremecen. Me quedé un par de minutos allí, mirándola. Sentí tristeza, por ella, por mí. Ojalá le hubiese dedicado algo más de tiempo a aquella mujer única.

Llamé a la asistente social, le pedí que se encargase ella de comunicar a quien fuera que Remedios había fallecido y di orden de que la bajaran al depósito del hospital.

A media mañana, Blanca, la auxiliar, se acercó al despacho. Habían recogido sus pocas

pertenencias y no sabía que hacer con ellas. No había gran cosa: una bata azul de abuela, unas zapatillas, un cepillo de dientes, una dentadura postiza, unos calcetines y una foto.

Tuve curiosidad por verla. Me levanté y acompañé a Blanca al office. Todo había sido

guardado en una bolsa de plástico de Osakidetza. Rebuscó, sacó la foto y me la dio. Estabainserta en un marco de madera oscura y tenía cierto olor a antiguo. Era una foto en blanco y negro. En ella, se veía a una mujer relativamente joven, de unos 40-50 años, de peloclaro rizado entre dos hombres de la misma edad. Vestían de monte y sonreían a lacámara. Pensé que uno debía ser Félix. Era un paisaje nevado, relajante, el cielo se intuía claro y al fondo se divisaba la cruz del Gorbea. Reconocí a Remedios. A una Remedios de otro tiempo, viva, feliz.

Inspirado en una paciente, basado en muchas historias reales.

Iñigo Arinduz 9 de abril de 2024
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